Para comprender la declaración de Jesús sobre la división, debemos analizar el pasaje que la rodea. En los versículos anteriores, Jesús proclama: Fuego vine a traer a la tierra, ¡y ojalá ya estuviera encendido! De un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué grande es mi angustia hasta que se cumpla! (Lucas 12:49-50).
El fuego del que habla es el fuego purificador de la santidad de Dios. El fuego quema lo combustible y purifica lo incombustible. Así, cuando la santidad de Dios se desata contra un mundo que persistentemente le da la espalda, destruirá el mal, purificará el bien y así traerá la paz.
Luego está el bautismo. Este no es el bautismo de Jesús en el Jordán, que ya ocurrió. Se refiere a su muerte en la cruz. Y en su muerte en la cruz, hizo expiación por los pecadores para que, por gracia y mediante la fe en él, puedan ser purificados por la santidad de Dios y no destruidos.
Pablo escribe que, mediante su muerte, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta sus pecados” (2 Corintios 5:19). El verbo “reconciliar” significa “hacer la paz.” Pablo escribe de nuevo, en Colosenses, que por medio de Jesús agradó a la plenitud de Dios… reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz (1:19-20).
Por eso, cuando el evangelio llega hasta ti —con su espada, su justicia, su recompensa, su demanda de totalidad— no se te está ofreciendo un ajuste de vida, se te está ofreciendo otra vida. No puedes entrar al Reino con lo tuyo a cuestas.
Jesús tenía esta dificultad en mente cuando dijo que vino a traer división. Su objetivo final era el amor, el perdón y la paz eterna con Dios, pero comprendió que el efecto inmediato de la cruz y el cambio que traería a quienes creyeran dividiría al padre contra el hijo, al hijo contra el padre, a la madre contra la hija, y a la hija contra la madre
Es todo o nada. Porque con Dios, todo es posible… pero no a tu manera.
Este es un tema profundamente teológico, lleno de tensión entre lo que parece ser una promesa de recompensa inmediata y el desafío radical que implica seguir a Cristo. Aquí vemos una forma de integrar todos esos conceptos en una reflexión coherente y que resuene con la realidad de la lucha espiritual y las promesas de Dios:
Es una paradoja que pocos están dispuestos a enfrentar de verdad. Jesús habla de abandonar todo por el Reino de Dios, y Pedro, como tantos de nosotros, lo pregunta: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué recibiremos?” Jesús no responde con una recompensa inmediata o superficial. Más bien, les dice que quien haya dejado “casa, padres, hermanos, mujer o hijos por el Reino de Dios”, recibirá mucho más, “en este tiempo presente y en el mundo venidero, vida eterna”. Una promesa, sí, pero no la promesa que el hombre quiere escuchar.
Ahora bien, aquí está la trampa en el corazón humano: este versículo se suele leer hacia adelante, como un incentivo para el abandono. La mayoría de la gente se enfoca en lo que se recibirá, lo que dejará atrás, y la expectativa de recompensas. Pero casi nadie lee estos versículos hacia atrás, porque el sacrificio previo se vuelve incómodo. Si volvemos al capítulo 18, vemos que Jesús no hace concesiones; él exige todo. La promesa de recibir más no es un cheque en blanco, sino una invitación a perderlo todo por Él.
Tito 1:15-16,
15 Todas las cosas son puras para los puros, mas para los corrompidos e incrédulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas. 16 Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra.
Es fácil pensar que todo es un intercambio de bienes: dejo lo que tengo y Dios me da más. Pero Dios ve el corazón. Y Él sabe si realmente has dejado todo por su causa, o si tu corazón aún guarda algo en segundo plano, algo que aún está en la fila de tus prioridades. Los términos no cambian. Dios mira más allá del acto físico de dejar, hacia el corazón que lo mueve.
Lucas 6:46,
¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?
Lo que sucede con la gente de fe no es algo nuevo. Incluso en el Antiguo Testamento, como en la historia de Job, encontramos un principio crucial: la verdadera prueba de la fe no está en lo que poseemos, sino en lo que estamos dispuestos a perder y, más aún, a confiar a pesar de la pérdida. Job perdió todo, sufrió en lo más profundo, y comenzó a cuestionar a Dios. La pregunta no era “¿Por qué me pasa esto?” sino “¿Seguiré confiando en Él, aunque no lo entienda?”
Dios no solo respondió a Job en su dolor, sino que también restauró su vida, multiplicando lo que había perdido. Job salió de la prueba con más que lo que había perdido. La clave, sin embargo, es que Dios no le dio más como recompensa inmediata por su sacrificio. Le dio más porque Job, al final, pasó la prueba de confiar en Dios incluso cuando todo parecía perdido.
Y aquí es donde radica la diferencia. Dios, que ve el corazón, sabía que Job había llegado a ese lugar de plena confianza, a pesar de la tragedia, y por eso le dio más de lo que jamás pudo haber imaginado. Su final fue mucho más grande que su principio. Y lo mismo ocurre con nosotros. El sacrificio puede parecer grande, pero la recompensa no es solo lo que obtenemos, sino la revelación misma de que en la oscuridad, aún podemos confiar en Él.
Es importante no perder de vista lo que implica este tipo de sacrificio: se trata de la entrega total, de hacer del evangelio el centro absoluto de nuestra vida, donde todo lo demás pasa a un segundo plano. La verdadera recompensa no se mide en bienes materiales o reconocimiento mundano, sino en la transformación interna que nos permite confiar en Dios, incluso cuando la vida parece desmoronarse.
No nos hagamos ilusiones: el llamado al discipulado no es fácil y requiere una lealtad costosa. No todos están dispuestos a pagar el precio, ni a aceptar a quienes lo pagan. Pero mediante el poder del Espíritu Santo, podemos afrontar esta división. Y al hacerlo, encontraremos paz con Dios y ansiaremos la paz que Él traerá en la tierra, como en el cielo.
Proverbios 3:3,
Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad;
Átalas a tu cuello,
Escríbelas en la tabla de tu corazón;
Esta paradoja de la fe, de dejar todo por el Reino y recibir mucho más, es aún más acentuada en el contexto del modernismo actual, donde la idea del sacrificio por Cristo ha sido reemplazada por un cristianismo más “amigable”, diluido, que se adapta a la comodidad y al bienestar personal. Hoy, muchos quieren seguir a Cristo, pero solo bajo sus propios términos: un cristianismo compartimentado que se puede vivir a ratos, como una actividad más de la vida cotidiana: comer, dormir, ir a la playa, un poco de oración y algo de iglesia. Un cristianismo que no perturba ni exige, que no rompe con las estructuras del ego, de la fama, del consumo, o de la seguridad personal.
Este tipo de cristianismo moderno se aleja mucho de lo que Jesús proclamó: un evangelio radical, una llamada a la total entrega. No es que la promesa de recibir más en este tiempo presente sea falsa, sino que la recompensa no se mide por lo que obtenemos, sino por la transformación interior, por la profundización en la confianza en Dios, incluso en la dificultad.
Lucas 16:13,
Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
En el contexto actual, donde el consumo, la apariencia y el éxito son las mayores recompensas, el sacrificio por el Reino suena casi ilógico. En una sociedad que celebra el individuo y el poder personal, la idea de perderlo todo por Cristo es impopular. Pero, como Jesús mostró a sus discípulos y a Pedro, este evangelio no es un intercambio de bienes materiales o beneficios inmediatos. Dios no nos promete una vida de prosperidad instantánea o éxito mundano. Lo que promete es algo mucho más profundo: la transformación del corazón, la restauración de lo que realmente importa.
Eclesiastés 2:9-11,
9 Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría. 10 No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. 11 Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol.
El modernismo ha introducido la idea de que podemos ser cristianos a nuestro propio modo, sin que nuestras vidas se vean transformadas por la radicalidad de la cruz. Pero, como se ve en las Escrituras y en la historia de Job, los que verdaderamente entregan todo por el Reino son los que pueden salir adelante con una fe que no se basa en lo que tienen, sino en quién confían. Dios no cambia sus términos: si no estás dispuesto a perder todo, no podrás recibir lo que Él tiene preparado para ti.
La lección de Job sigue vigente hoy: no se trata de la recompensa material, sino de la confianza en un Dios que, en medio de la prueba, nos muestra su fidelidad. Job, al igual que muchos de los seguidores de Cristo, fue probado al máximo, perdió todo lo que tenía, pero su fe no vaciló. Y al final, no solo se le restauró lo que había perdido, sino que su relación con Dios se profundizó de una manera que nunca antes había experimentado.
Es la misma paradoja que enfrentamos hoy. El modernismo ofrece un cristianismo de “comodidad”, un cristianismo sin sacrificio, sin ruptura.
Apocalipsis 3:15-16,
15 Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! 16 Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.
Pero el verdadero cristianismo, el que Jesús enseñó, es radical, exige la entrega total de uno mismo. Solo cuando ponemos todo en segundo plano ante la obra de Dios, cuando nuestra vida se convierte en un sacrificio constante y no en un arreglo de beneficios personales, es cuando realmente experimentamos la recompensa prometida: una vida transformada, una fe probada, y, finalmente, la vida eterna.
La conexión con el egoísmo y la vanidad es fundamental cuando se examinan los desafíos que el modernismo y la cultura actual imponen sobre el cristianismo auténtico. El egoísmo y la vanidad son las fuerzas que distorsionan el evangelio de Cristo, haciéndolo más atractivo para una sociedad que se encuentra obsesionada con el “yo” y la auto-realización. A través del lente del modernismo, el cristianismo a menudo se presenta como una herramienta para el logro personal, la satisfacción de deseos y la mejora del bienestar propio, pero se olvida la radicalidad del llamado a dejarlo todo por el Reino.
Salmos 4:2,
Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo volveréis mi honra en infamia, Amaréis la vanidad, y buscaréis la mentira? Selah
Eclesiastés 5:10,
El que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto. También esto es vanidad.
En el modernismo y la cultura actual, donde el egoísmo y la vanidad son las fuerzas dominantes, el mensaje de Cristo parece ser cada vez más difícil de entender y aceptar. La sociedad moderna nos impulsa a mirar primero por nosotros mismos, a poner nuestros deseos, logros y bienestar personal en el centro de nuestras vidas. Vivimos en una era en la que la imagen, la reputación y el estatus son los valores que más se exaltan.
La vanidad —esa obsesión por ser vistos, reconocidos y admirados— se ha convertido en un motor poderoso de la vida diaria. Es más fácil encontrar un cristianismo que nos promete éxito, prosperidad y la “bendición” de tener más de lo que necesitamos, que uno que nos llame a la renuncia, al sacrificio y a la pérdida por causa del Reino de Dios.
2 Reyes 17:15,
Y desecharon sus estatutos, y el pacto que él había hecho con sus padres, y los testimonios que él había prescrito a ellos; y siguieron la vanidad, y se hicieron vanos, y fueron en pos de las naciones que estaban alrededor de ellos, de las cuales Jehová les había mandado que no hiciesen a la manera de ellas.
La enseñanza de Jesús sobre dejarlo todo —casa, padres, hermanos, mujer, hijos— no es una simple invitación a despojarse de lo material. Se trata de un llamado a despojarse del egoísmo que nos lleva a priorizar nuestras propias necesidades y deseos sobre la voluntad de Dios. Se trata de una llamada a dejar de lado la vanidad que nos dice que nuestro valor está determinado por lo que poseemos, cómo nos vemos, o cuántas personas nos siguen. Jesús, al igual que los profetas antes que Él, viene a destruir esa ilusión: la vida no está en lo que poseemos ni en lo que otros piensan de nosotros, sino en la fidelidad a Dios, incluso cuando eso significa renunciar a lo que más apreciamos.
Mateo 16:26,
Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?
El egoísmo y la vanidad son enemigos directos del evangelio. El egoísmo nos hace pensar que todo lo que hacemos debe tener algún beneficio personal o un retorno inmediato. En contraste, el evangelio llama a la entrega sin esperar nada a cambio, a una vida de sacrificio que trasciende nuestros deseos inmediatos. La vanidad, por su parte, nos lleva a medir nuestra valía por la cantidad de cosas que tenemos o las personas que nos siguen. Pero el evangelio nos dice que nuestra verdadera valía no se encuentra en lo que el mundo valora, sino en la imagen de Dios reflejada en nuestra vida transformada.
1 Timoteo 6:6-7,
Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar.
El moderno cristianismo, alimentado por las comodidades y el individualismo, presenta una versión diluida de este llamado. Nos dice que podemos seguir a Cristo sin renunciar a nuestro confort o nuestros sueños personales. Nos habla de un “cristianismo de bienestar”, donde lo importante es que uno se sienta bien consigo mismo, que tenga éxito en el trabajo, en la vida social y familiar, pero sin cuestionarse el precio real que implica ser discípulo de Cristo. Este enfoque alimenta el egoísmo y la vanidad, ya que pone a la persona en el centro, y no al sacrificio y al Reino de Dios.
Hebreos 13:5,
No amen el dinero; conténtense con lo que tienen, porque Dios ha dicho: Nunca te dejaré ni te abandonaré.
Sin embargo, el mensaje bíblico es claro: “De cierto os digo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios” (Mateo 19:24). Jesús no estaba hablando de riquezas materiales solamente, sino de cualquier cosa que nos impida vivir de manera sacrificial, que nos atrape en el egoísmo o nos haga esclavos de nuestra vanidad. En el contexto moderno, esto no solo se refiere a lo material, sino a todas las formas de idolatría que surgen del ego humano: la fama, el reconocimiento, el poder y el confort. Estos son los “ricos” que encuentran difícil entrar al Reino.
1 Timoteo 6:9,
En cambio, los que quieren hacerse ricos caen en la tentación como en una trampa, y se ven asaltados por muchos deseos insensatos y perjudiciales, que hunden a los hombres en la ruina y la condenación.
El desafío es profundo: el llamado de Jesús es radical. No podemos servir a Dios y a nuestro ego al mismo tiempo. No podemos ser sus discípulos mientras estamos obsesionados con nuestra propia gloria.
Efesios 4:22-24,
22 En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, 23 y renovaos en el espíritu de vuestra mente, 24 y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.
Y, como Job, solo cuando nos desprendemos de lo que el ego nos exige, y nos rendimos completamente ante Dios, somos capaces de ver la verdadera recompensa: una vida transformada por la fe, una relación más profunda con Dios y la promesa de vida eterna.
Romanos 6:5-7,
5 Porque si fuimos plantados juntamente en él a la semejanza de su muerte, también lo seremos a la de su resurrección;
6 convencidos que nuestro viejo hombre juntamente fue colgado en el madero con él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado.
7 Porque el que es muerto, justificado es del pecado.
Este análisis muestra cómo el egoísmo y la vanidad, influidos por el modernismo, distorsionan el llamado de Cristo, haciéndolo más atractivo para una sociedad que se enfoca en el individuo, el éxito personal y el bienestar material. Sin embargo, el cristianismo genuino no es una vía para el éxito individualista, sino un camino de sacrificio y entrega, donde lo que se pierde por causa de Cristo se devuelve multiplicado, no en bienes materiales, sino en bendiciones eternas.
Estos versículos refuerzan la enseñanza de que el evangelio llama a una entrega total y a una renuncia al ego y a la vanidad:
1. Mateo 16:24-26 – El costo de seguir a Cristo
“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. ¿De qué sirve ganar el mundo entero y perder la vida? ¿O qué dará el hombre en rescate de su alma?”
Este pasaje destaca la necesidad de negar el ego, de renunciar a lo que el mundo considera valioso (como la fama, el poder y el éxito), para seguir a Cristo. No se trata de obtener recompensas terrenales, sino de perder la vida “por causa de Él” para encontrar la verdadera vida.
2. Lucas 9:57-62 – El llamado radical al discipulado
“Y le dijo a otro: Sígueme. Pero él dijo: Señor, deja que primero vaya a enterrar a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; pero tú ve y anuncia el reino de Dios. También dijo otro: Te seguiré, Señor; pero deja que primero me despida de los de mi casa. Jesús le dijo: Ninguno que poniendo la mano en el arado mira atrás es apto para el reino de Dios.”
Jesús no suaviza el llamado al discipulado: el Reino de Dios exige una prioridad absoluta sobre todo lo demás, incluso sobre lo que normalmente consideramos como responsabilidades o compromisos familiares. Es un llamado radical que desafía el ego y las prioridades terrenales.
3. Mateo 19:21-24 – La dificultad de entrar al Reino para los ricos
“Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme. Pero el joven, oyendo esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: De cierto os digo que es difícil que un rico entre en el reino de los cielos. Otra vez os digo que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de Dios.”
Este pasaje desafía directamente el egoísmo y la vanidad, pues muestra que las riquezas y las posesiones, que son un símbolo del egoísmo y del individualismo en nuestra cultura, se convierten en un obstáculo para el Reino de Dios. Jesús subraya que aferrarse al materialismo es incompatible con la verdadera fe.
4. Filipenses 2:3-4 – La humildad sobre el egoísmo
“Nada hagáis por contienda o por vanagloria, antes bien con humildad, estimando a los demás como superiores a vosotros mismos; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.”
Este pasaje se opone directamente al egoísmo, enseñando que los seguidores de Cristo deben vivir con humildad y considerar a los demás como superiores. La vanidad y el deseo de ser reconocidos no deben ser el motor de nuestras acciones.
5. 1 Juan 2:15-17 – La advertencia contra el amor al mundo
“No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no provienen del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.”
Este versículo aborda directamente la vanidad y el egoísmo, advirtiendo contra los deseos mundanos y la vanagloria. En lugar de amar y buscar lo que el mundo ofrece, se nos llama a hacer la voluntad de Dios, lo que tiene un valor eterno.
6. Gálatas 2:20 – La renuncia al ego y a la vida propia
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.”
Este versículo refleja la verdadera esencia del cristianismo: vivir para Cristo y no para el ego. La renuncia al “yo” y la vida por y para Cristo es un testimonio claro de la radicalidad de la fe cristiana.
7. Romanos 12:1-2 – La transformación a través de la renovación
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.”
Este pasaje enfatiza el sacrificio total y la renovación de la mente como la verdadera adoración a Dios. Nos llama a abandonar las actitudes egoístas y vanidosas de la cultura y a ser transformados por la voluntad de Dios.
Conclusión: Estos pasajes nos muestran cómo el egoísmo y la vanidad están profundamente ligados a los valores mundanos que deben ser rechazados por aquellos que siguen a Cristo. El evangelio exige una renuncia radical al “yo” y una total dependencia de Dios, no solo en lo material, sino también en nuestras motivaciones internas. En el contexto actual, donde la cultura promueve la autosuficiencia, el éxito personal y el reconocimiento social, el cristianismo auténtico se presenta como una contracultura radical: un llamado a perderlo todo para ganar lo eterno.