Su Fundamento

Entre el Imperio y el Reino: El Rey y la Casa de Jacob (Parte 12)

Por todo lo que hemos visto hasta ahora, es lógico decir que el reino sobre el cual Jesucristo reinará para siempre es el reino de Dios. La piedra a la que se refiere Daniel es el emblema de ese reino. Ningún hombre razonable puede estar en desacuerdo con estas afirmaciones. 

Lucas 1:26-27,

26 Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, 27 a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María.

El ángel Gabriel le dijo a María que el reino sobre el cual Jesucristo reinará para siempre es la casa de Jacob.

Lucas 1:31-33,

31 Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. 

32 Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; 

33 y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.

De este reino, (la casa de Jacob), el ángel Gabriel afirma que no tendría fin, y Daniel declaró que el reino de piedra perduraría para siempre.

Daniel 2:44,

44 Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre,

Sobre la base de las declaraciones hechas por el ángel Gabriel acerca de la casa de Jacob y en conjunción con la declaración de Daniel acerca del reino de piedra, el quinto reino de Daniel no debe ser otro que la casa de Jacob.

Seguramente es tan lógico esperar un cumplimiento tan literal y exacto de las declaraciones finales del ángel Gabriel a María como el que hemos presenciado respecto de la primera parte de la anunciación.

Primordialmente, Jesucristo nació para ser rey, así lo declaró el ángel Gabriel: 

En primer lugar, Dios le dará el trono de su padre David.

En segundo lugar, reinará sobre la casa de Jacob para siempre.

En tercer lugar, su reino, la casa de Jacob, no tendrá fin.

La Promesa que Se Hace Reino 

Este es un intento de presentarles un resumen, evocador y teológicamente centrado, el pensamiento de cómo las promesas de Dios —desde Abraham, pasando por Isaac, Jacob, David, hasta Cristo— se concretan en un Reino real, eterno y glorioso.

Sin profundizar por ahora en los detalles específicos del Trono de David —un trono literal establecido sobre la casa de Jacob— es esencial detenernos en la declaración del ángel Gabriel a María, cuando anunció el nacimiento de Jesucristo:

“Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.”

— Lucas 1:32-33

Esta afirmación angelical es profunda en implicaciones: indica que Jesucristo reinará eternamente sobre la casa de Jacob, lo cual señala continuidad y permanencia en el propósito divino a través de una descendencia específica. Aquí no se habla de un concepto simbólico o meramente espiritual, sino de una estructura real y perpetua, con fundamentos proféticos y raíces en la historia bíblica.

Es en este contexto que podemos reinterpretar la imagen de la pequeña piedra en la visión de Nabucodonosor, interpretada por el profeta Daniel:

“Viste hasta que una piedra fue cortada, no con mano, e hirió la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó… Mas el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido… y consumirá y destruirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre.”

Daniel 2:34, 44

La piedra, que golpea los pies de la estatua o imagen y crece hasta convertirse en un gran monte que llena toda la tierra, representa un reino eterno, establecido por Dios mismo. Este no es otro que el reino mesiánico, el cual está enraizado en las promesas hechas a Abraham, Isaac, Jacob y, más tarde, a David. Por tanto, esta piedra es también emblema profético de la casa de Jacob, la cual fue apartada por Dios desde los días antiguos con propósitos reales y sacerdotales:

“Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.”

Éxodo 19:6

De hecho, el establecimiento de la casa de Jacob como un reino bajo el gobierno divino se remonta al Monte Sinaí, alrededor del año 1487 a. C. Fue allí donde el Dios del cielo constituyó formalmente Su reino en la tierra, entregando la ley y el pacto que habría de regir a Su pueblo. En este evento vemos la primera manifestación estructural del Reino de Dios entre los hombres, aunque aún no en su plenitud final.

La trayectoria del Reino de Dios, desde Sinaí hasta la promesa del reino eterno en Cristo, es progresiva pero constante. Cristo no anula lo anterior, sino que lo cumple y lo perfecciona:

“No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir.”

Mateo 5:17

El Reino de Piedra, entonces, no es una invención neotestamentaria ni una realidad completamente futura; es una continuación glorificada del reino que Dios ya había comenzado a edificar con Israel, y que encuentra su cumplimiento en el Mesías, quien lo hereda, lo purifica y lo universaliza.

Historia del Reino de Dios en la Tierra

En el monte Sinaí, bajo la dirección divina, la casa de Jacob fue organizada como el reino de Dios sobre la tierra. Este evento trascendental marcó un hito en la relación de Dios con su pueblo, estableciendo una teocracia donde Él mismo era el Rey.

Los detalles de esta organización están claramente registrados en Éxodo capítulos 19 y 20. Allí se narra cómo Dios descendió en el monte, proclamó los Diez Mandamientos y estableció su pacto con Israel. Éxodo 19:5-6 declara:

“Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y una nación santa.” 

Solo aquellos que intencionalmente ignoran la evidencia bíblica pueden negar este hecho fundamental.

Tanto en los registros bíblicos como en los históricos seculares, podemos rastrear la fascinante y a menudo turbulenta historia de este reino terrenal.

Éxodos 19:3-6,

3 Y Moisés subió a Dios; y Jehová lo llamó desde el monte, diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: 4 Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. 5 Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. 

6 Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.

1 Crónicas 29:23,

23 Y se sentó Salomón por rey en el trono de Jehová en lugar de David su padre, y fue prosperado; y le obedeció todo Israel.

2 Crónicas 9:8,

8 Bendito sea Jehová tu Dios, el cual se ha agradado de ti para ponerte sobre su trono como rey para Jehová tu Dios; por cuanto tu Dios amó a Israel para afirmarlo perpetuamente, por eso te ha puesto por rey sobre ellos, para que hagas juicio y justicia.

2 Crónicas 13:8,

8 Y ahora vosotros tratáis de resistir al reino de Jehová en mano de los hijos de David, porque sois muchos, y tenéis con vosotros los becerros de oro que Jeroboam os hizo por dioses.

Mateo 21:43,

43 Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él.

Alrededor de los años 931-930 a.C. (no 970-969 a.C., según la cronología más aceptada), tras la muerte de Salomón, la casa de Israel se rebeló contra el gobierno de su hijo, Roboam. Este evento, descrito en 1 Reyes 12 y 2 Crónicas 10, resultó en la división del reino en dos partes:

El Reino del Norte, conocido como Israel, compuesto por diez tribus, con Jeroboam como su primer rey.

El Reino del Sur, conocido como Judá, compuesto por las tribus de Judá y Benjamín, que permaneció leal a la dinastía davídica.

Entre aproximadamente 853 y 722 a.C., el poder y la influencia del Reino del Norte se redujeron considerablemente. Las constantes luchas internas, la idolatría y la inestabilidad política lo debilitaron progresivamente.

La primera incursión asiria significativa, que afectó a Israel, fue en 732 a.C. (no 7040 a.C.), cuando Tiglat-Pileser III de Asiria invadió y llevó cautiva a la población de Galaad, Galilea y Neftalí, incluyendo parte de la tribu de Manasés (2 Reyes 15:29).

Finalmente, entre 722 y 721 a.C. (no 721 y 719 a.C.), Samaria, la capital del Reino del Norte, fue capturada por Salmanasar V y posteriormente por Sargón II de Asiria. Este evento marcó el gran cautiverio de la casa de Israel, la décima tribu del reino del norte (2 Reyes 17:6). Los asirios implementaron una política de deportación masiva, reubicando a los israelitas en ciudades de Media y Asiria, con el fin de romper su identidad nacional y religiosa.

La casa de Judá, el reino del sur, sufrió un destino similar, aunque más tarde. Alrededor del año 605 a.C., comenzó el primer cautiverio de Judá cuando Nabucodonosor II de Babilonia sitió Jerusalén. En esta ocasión, Daniel y sus compañeros, junto con otros nobles y personas influyentes, fueron llevados a Babilonia (Daniel 1:1-6).

Hacia el año 586 a.C. (no 585 a.C.), Jerusalén fue finalmente tomada por el ejército babilónico bajo el mando de Nabucodonosor. La ciudad y el glorioso Templo de Salomón fueron destruidos, y el resto de la población de Judá fue deportada a Babilonia, completando el cautiverio y la deportación de Judá (2 Reyes 25; 2 Crónicas 36:17-21; Jeremías 52).

Este período de exilio fue un tiempo de profunda reflexión y disciplina para el pueblo de Dios, sentando las bases para su eventual retorno y la reconstrucción de Jerusalén y el Templo.

Después del cautiverio de Judá y durante los reinados de Nabucodonosor y sus sucesores en Babilonia, el profeta Jeremías llevó a cabo su misión de “edificar y plantar”, tal como se le había encomendado divinamente:

Jeremías 1:10, 

10 Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar.

Es crucial entender que, si bien el pueblo de Dios estaba en el exilio, la promesa divina de un reino eterno permanecía.

El Dios del cielo, quien había establecido su reino en el monte Sinaí, estaba, en un sentido espiritual y genealógico, trasplantando y estableciendo ese reino en un lugar distinto, alejado de los problemas y disturbios que caracterizaron la sucesión de los imperios babilónicos. La interpretación de “la isla del mar” y “el lugar señalado” en este contexto ha sido objeto de diversas teorías. Algunas interpretaciones sugieren que Jeremías pudo haber llevado a la descendencia real de la casa de David a las Islas Británicas, lo que se ha relacionado con ciertas tradiciones y profecías.

El profeta Natán le había hablado a David acerca de un lugar que Dios designaría para su descendencia y su trono, prometiendo una morada estable para su pueblo. 

2 Samuel 7:10, 

“Asimismo, yo te fijaré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su propio lugar y no sea removido más; ni los hijos de iniquidad lo opriman más, como al principio”. 

Este versículo a menudo se usa para apoyar la idea de un “trasplante” geográfico del linaje real.

De acuerdo con esta perspectiva, Jeremías “plantó” o reubicó el trono davídico en las islas. Posteriormente, la casa de Israel, dispersa y en movimiento, se habría trasladado hacia ese “lugar señalado”, aunque el linaje real ya se había establecido allí.

Hablando de estos eventos y de la eventual expansión de Israel, hasta el punto en que la casa de Jacob se convertiría en una “multitud de naciones” o “multitud de pueblos”, el profeta Miqueas profetizó:

Miqueas 2:12-13, 

12 De cierto te juntaré todo, oh Jacob; recogeré ciertamente el resto de Israel; lo reuniré como ovejas de Bosra, como rebaño en medio de su aprisco; harán estruendo por la multitud de hombres. 13 Subirá el que abre caminos delante de ellos; abrirán camino y pasarán la puerta, y saldrán por ella; y su rey pasará delante de ellos, y a la cabeza de ellos Jehová.

Este pasaje se interpreta como una profecía de la reagrupación y expansión del pueblo de Israel, guiado por su Rey.

Estableciendo el Reino a lo Largo del Tiempo

Durante todo el período de la actividad y la sucesión de los imperios babilónicos, persas, griegos y romanos, el Dios del cielo estuvo continuamente estableciendo y consolidando su reino. Por eso, el profeta Isaías pudo proclamar con tanta certeza:

Isaías 9:7, 

7 Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto.

Según esta poderosa declaración de Isaías, el establecimiento y la expansión del reino de Dios no se lograron en un instante. Lejos de ser un evento único y repentino como su organización en el monte Sinaí, el proceso de establecimiento y crecimiento del reino ha sido un desarrollo continuo que abarca siglos. 

Durante este tiempo, el reino de Dios ha crecido y se ha expandido bajo el liderazgo supremo del Señor Jesús, quien es el heredero legítimo del trono de David. 

Lucas 1:32-33,

32 Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; 33 y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.

¡Qué insensato es, entonces, que algunos afirmen que este reino surgió de la nada o de forma repentina tras la desaparición de la sucesión babilónica o cualquier otro imperio! Su establecimiento es un proceso divino, gradual y eterno, tal como lo describen las Escrituras.

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